Cae como una saeta, rasgando la sustancia inasible del aire. Baja como un rayo desprendido del cielo, haciendo silbar al espacio hendido y roto, armado con mil instantes seguidos que descerrajan el misterio del tiempo. Y es tan fugáz la visión centelleante de ese vuelo en picada, que todos nos quedamos con los ojos colgados del espacio vacío dudando del momento como si fuera un espejismo y proyectando la imagen gloriosa de plumas grises y arena, de nubes marfiles y azules de mediodía. De ese salpicar el agua que significa acaso un pez menos. Y ese comprender un poco el papel de los recuerdos, cuando la ausencia lo suple todo. Nos divierte verlo salir, doblando la superficie. En realidad, nunca se sumerge por entero, solo aparenta voltear el mundo al revés para demostrarnos que está viendo algo allá abajo y nadie más que él sabe lo que es. Emerge y se sacude, agitando la línea alargada del cuello que luego toma una proporción curiosa junto a la bolsa inflada que tan bien le sirve y tan luego se esconde. Drena el agua y algo se queda agitándose dentro de la piél traslúcida produciendo un cierto estremecimiento reflejo en los espectadores, que todavía no dicen nada, pero que luego echarán todo a perder con sus comentarios televisivos, como si no lo hubieramos visto sino inventado, según los viejos patrones de la belleza. Mejor que nadie hable. Mientras, Sigfrido levanta la cabeza agitando el pico hacia las alturas, con insolencia, ofreciendo el sacrificio sin invitar a nadie; transformando la vida en alimento que permitirá de nuevo el vuelo, y coronará la hazaña de otra picada certera. Y otra más. Y a nosotros nos gana el pensamiento hermanado con el silencio, no respetado por las olas ni el viento ni la grabadora que tiene el tipo de allá atrás, de que el Universo no es grande sino más bien pequeño y que está aquí y ahora, así nomás, está. El cuadro se repite y perdura, aunque nunca igual. Y ya uno no tiene ganas de moverse sino de volar.
Lo encontramos de nuevo, sin que importe cuando, pero con una herida horrible en un ala. Mutilado, saltaba con dificultad por la playa tratando de alejarse de la gente. Tenía razón. Algo de alguien se lo hizo y aunque no fuímos nosotros, para él fuimos todos. Lo observamos huir y fué difícil sustraerse al impulso instintivo de protegerlo, pero fué más duro librarse de la opresión que se nos hizo nudo en el vientre y la garganta. De la rabia que tensa los músculos y libera el lenguaje procáz. Y de la impotencia que nos condena a la protesta muda aunque airada y a la efímera compulsión de hacer algo ahora sí, pero deveras que sí y siempre no. Sigfrido brinca y abre las alas y el pico llamando a la formación en V que pasa encima de nosotros. Pero ellos no lo ven y si lo ven no le hacen caso y eso le desespera. Luego nos mira y retrocede. Ninguno de nosotros sabe qué hacer.
Sigfrido está curado ahora. Le quedan exactamente un ala y media. Supongo que en proporción la pérdida no fué tanta, pero lo ata tan irremediablemente a esta tierra como a un aeroplano averiado. No parece tomar muy mal su condición de transeúnte, pero nosotros sí y extrañamos terriblemente su habilidad cazadora, sus zambullidas, su grácil vuelo. Pero suponiendo que él puede vivir sin eso, nosotros también. Y nos afanamos para enseñarle que los que andamos sobre la tierra, si bien no tocamos el cielo, sí lo vemos más grande y alto y hermoso. Y así continuamos, sin notar apenas, que en las tardes de brisas calmadas y sol ahogado encendido, Sigfrido levanta la cabeza y estira el cuello, abriendo su media ala y dejando pasar al viento en el hueco, para que le diga que está allá arriba, arriba, y no acá abajo en el suelo. |