ILMACOA

Ricardo A. Simental Zapata.

La trajeron lastimada y casi inmóvil. Ocupaba gran parte de la mitad inferior de un
recipiente de plástico blanco hasta entónces usado para remojar el trapeador y la
escoba. Contrastando con esa blancura no exenta de olores, resaltaban
dimensionales las sombras escamosas de esa piel extraordinaria. Nos observaba,
estoy seguro, con más resignación que asombro, algo que no se notaba pero se
intuía en esos ojos fijos que les hacen tan mala fama. Las rendijas verticales de esa
extraña mirada despertaban en todos un temor antiquísimo y casi supersticioso,
inculcado a fuerza de consejas y relatos aumentados alrededor de las fogatas.
Nos apiñamos a su alrededor para admirar su grosor y calcular la longitud
enroscada de ese cuerpo de apariencia viscosa. Un efecto curioso, ya que al tacto
se percibe una dureza fría que se cuela y sorprende por seca y flexible. Algo que no
tiene nada que ver con fluidos. No en su especie.
La vimos moverse un poco, abriendo la boca y despertando murmullos y
movimientos instintivos de retroceso. Allá abajo, seguramente tendría una visión
fantasmal de nuestros rostros asomados con curiosidad temerosa. Nos sentimos
algo cohibidos a pesar de que la posición más difícil era la de ella. Observándola,
supimos que en lo interior tenía más ascendencia sobre nosotros que nosotros sobre
ella, y aún estando a nuestra merced podría dominarnos de un salto. Pero no saltó.
Y la razón es tan simple como que saltar desde el fondo de un pozo no es fácil.
Mucho menos si no lo acostumbras. Después de algunas consultas telefónicas con
gente de la especialidad, decidimos soltarla en los parajes propicios para su escape.
Obviamente, las opiniones abundaron y nos enfrascamos en la discusión que
siempre nos cae y nos ahoga en palabras y nunca en acciones. La necesaria lejanía
del lugar era la única constante en medio de tanta propuesta, y no es que la selva y
el bosque que nos rodea lo sean tanto, sino que los humanos somos así. Finalmente
nos decidimos por uno. Vamos, a llevarla. Al llamado de los voluntarios respondió la
ausencia de los rostros en estampida. Y la súbita muerte de la curiosidad. Tuvimos
que llenar los huecos con las ganas puestas por lo ineludible. A pesar de la hora,
habría que abrirle camino esa misma noche. Así que nos fuímos.
Resulta extrañamente agradable conducir al lado de una compañera un tanto exótica,
en medio del barullo y las prisas psicóticas que distinguen el tráfico de una ciudad
con las arterias atrofiadas por tanto vehículo. Tendida en el fondo del balde, no
manifestó molestia ni desagrado. Claro que eso es pura elucubración. Lo que es
cierto es que a medio camino se levantó de pronto, agregando al paseo un elemento
de vigorizante temor. ¿ Alguna vez han manejado con el pie izquierdo en el
acelerador, la espalda contra la ventanilla y la pierna derecha doblada hasta el
máximo, oprimiendo la rodilla contra el mentón?. No lo intenten.
Cuando llegamos al punto último hasta donde el vehículo podía internarse sin
riesgos, tratamos de dirigir los faros hacia lo mas espeso de esa obscuridad
imponente. Con los nervios de punta, avanzamos por entre abrojos y matorrales sin
discriminar ningún hoyo. Quien sabe cómo, pero el equilibrio se guarda cuando
sabes que si te caes algo reptante podría pasarte encima. Nos olvidamos de contar
los pasos y nos azuzamos mutuamente para ir más lejos. Ella, con un lento sisear
nos alentaba en nuestro intento. ¿Hasta donde?, fué la pregunta. Aqui está bien. Cero
heroísmos, cero visibilidad. Cero ruidos. Más lejos ya no se puede. Sin titubeos
colocamos el recipiente de lado y lo bajamos de a poco. La libertad le corrió fuerte
como una descarga. Se deslizó fuera en un instante y solo nos dejó la impresión
congelante de unas matas moviendose a su paso. A su arrastrarse, mejor dicho,
siempre con más dignidad que muchos. Cuando se fué, nos quedamos viendo el
hueco profundo en la selva ahora amenazada. Después de un rato nos volvimos
hacia el auto y los faros que aguardaban inútiles en esas alturas, lamentando desde
ya el regreso hacia el resplandor lejano del Puerto. Regresamos sin decir nada. A
veces, no se puede decir más.

Puerto Vallarta, Jalisco, México.

Agosto 1995


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