El ángel.

EL ANGEL

Por Ricardo Simental.

La suavidad extrema del plumaje albo permitía un roce mínimo con el viento recogido, creando la nulidad de sonido que únicamente podría delatar su presencia. La luz de las estrellas también aladas le bañaba con un fulgor argentino que le confundía con el reflejo lunar y le daba la visión fugaz de un rayo desprendido a última hora. El espacio se le acomodaba al contorno con la facilidad de un líquido, dándole la forma del movimiento y llevándole a través de las dimensiones como el mensaje que en realidad era. Su velocidad aumentaba a cada salto dimensional. Eras completas pasaban borrosas cayendo después en el vacío infinito que se abría a sus espaldas. El tiempo se mantenía al margen, abriéndole un surco estrecho por donde se deslizaba vertiginosamente en un vuelo temido y que sin embargo le despertaba sentimientos nostálgicos que se relacionaban con nombres y lugares tan distintos entre sí, que se confundían en el recuerdo. La tierra giraba bajo su vuelo, pero era imposible adivinar ciudades o pueblos. Sólo manchas azules y verdosas que hablaban de montes y valles y mares oceanos conteniendo la vida que en cierto sentido era la razón de ese viaje. Su trayectoria declinaba y sintió vértigo al atravesar la primera nube. Caía sin remedio. Caía sin destino. Cerró los ojos cuando empezó a dar vueltas, y se cubrió el rostro con las manos como para evitar una visión desafortunada. Trató de estabilizarse, pero ese era un arte que aún no dominaba. Sus pies apuntaron al cielo, y supo que esta vez tampoco sería agradable. Dios, si hasta los pequeños revoloteaban con facilidad, haciéndole gracias a los viejos, los que ya no necesitan las alas pero las llevan por si acaso se acaban en la memoria. Se preparó para el choque inflando el pecho y encogiendo los hombros. Éste llegó pronto, con un chapoteo. Otra vez en el agua. No puede ser. Odiaba esa forma de designarle sitio. Lanzándole primero en un vuelo raudo por medio mundo, todo bien, desplazamiento suave y silencioso, luz agradable y cálida, las alas sin agitarse y el viento acariciándole tímidamente. luego, cero impulso. Así de pronto, sin avisar. Como si Dios recorriera un mapa con un dedo extendido y dijera que aquí no, pero aquí sí. Y ahí vas, para abajo. Caray, siquiera fuera en algo seco, pero ¿cómo? si no te gusta nadar, “y además ahí viven los ángeles más bonitos, y además yo sé como son las cosas...” Salió a la superficie no para respirar, pero sí para hacer un gesto que quedaría registrado en los archivos mostrados en cada Contemplación. Se dirigió a la orilla atravesando literalmente el agua. Recordaba el gusto salino del mar desde la última vez que vagó un poco por las costas brumosas de la vieja Albión, donde los trasgos saltan entre las setas y los hombres se confunden con el llamado mefistofélico de las brujas en los bosques. Alcanzó la arena gruesa de la marea alta y dejó que las olas le empujaran, insistentes, playa arriba, donde se recostaban inmóviles las siluetas de las canoas y las pangas, emulando a sus presas, recubiertas de escamas y costras de pintura clara rayadas por sangre seca. El olor penetrante del pescado le envolvió sin hacerle mella. Se detuvo junto a uno de los botes, mirando la primera de una serie de pequeñas cabañas de palma y madera que languidecían a 50 metros de semiobscuridad. De ellas salió ladrando un perro que no supo por qué pero se regresó aullando luego de descubrir la sombra plateada volviéndose y haciendo un gesto desconocido hincándose en la arena. Un ángel, de naturaleza etérea, también puede causar pánico.

Con la luz del día voló de un lado a otro del puerto, descubriendo en cada vuelta un aspecto distinto del mismo. Sabía que para cumplir la encomienda tendría todo el tiempo necesario y aún más. No había ninguna prisa. Por ello, recorrió con cuidado las calles empedradas y los arroyos secos que dibujaban el rostro pintoresco de la pequeña cuidad, notando los agudos contrastes que se oponían a la felicidad de sus habitantes. Oyó platicar a las mujeres lavando en el río y a los hombres pescando en el mar. Corrió con los niños para volar papalotes, y pintaba en estos su cara para contemplar extasiado la vista fenomenal de los montes repletos de selva exuberante y del agua llenándose de cielo azul. Vivió con casi todos sin que lo notaran, a excepción de los niños pequeños, que siempre le llamaban con balbuceos y le estiraban los brazos, reconociéndolo. Pasó noches en vela en la cabecera de los enfermos y ayudó sin decirlo a los inconsolables tras la partida. Llamaba a los locos y a los borrachos por su nombre, dejando que estos le hicieran confidencias y llevándoles luego a lugar seguro. Nunca volvió a acercarse a un perro porque estos lo descubrían y se soltaban ladrando y aullando sin comprender, haciendo que la gente se persignara poniéndole en evidencia. Saludó con alegría desbordante a los otros ángeles que pasaban por ahí en camino a otras tierras. Aguantó desafiante, temblando en el interior, a las sombras amargas y espesas de maldad que rondaban incansables, aguardando el momento propicio para la acometida. Bautizó a los bebés y comulgó con los niños, haciendo leyes sus travesuras y ensalzando sus sentimientos. Decidido a cuidar de todos, les fue dejando una pluma a cada uno de ellos, desluciendo sus alas pero haciendo lucir más las frentes limpias y claras. La otra misión podía esperar, decidió un día. Ésta era con mucho la más importante.

El viento llegó soplando con increible intensidad, desgajando árboles y llevándose con más facilidad aún, algunos de los tejados que precariamente protegían a los humildes. Las olas se levantaron como monstruos de pesadilla, arrasando con fuerza incontenible lo poco que el vendaval dejó en pie. El agua azotaba a la ciudad por todos sus frentes. La lluvia, copiosa e interminable, desbordó los ríos y estos a su vez despojaron sus márgenes de casas, y piedras, y plantas. El ganado pasaba flotando y la gente se amontonaba, dominada por el pánico, en los lugares más altos y en las laderas lodosas de los cerros. Las playas desaparecieron llevándose a los inquilinos que por años las vivieron. El desastre no distinguió las edades ni las cuentas pendientes. Se llevó los esfuerzos derramados sobre esta tierra a veces pródiga y a veces yerta. Amontonó arena en los prados y piedras de las calles, donde las casas semiderruidas la vieron secarse poco a poco, después de tres días de infierno. Cuando finalmente salieron a contar los muertos, resultó mejor contar a los vivos. El ángel, apenado, corrió a refugiarse entre las ramas de una higuera partida a la mitad. Desolado, miró los trabajos que intentaban reparar lo irreparable. Bajó con suavidad y quiso ayudar en algo pero las manos se le cruzaban inútiles y sin sustancia. Levantó la vista al cielo y preguntó. En respuesta, una última gota le cayó directamente en el rostro, atravesándole con limpieza, y estrellándose con un sonido sordo en el lodo cuarteado que no le sostenía los pies. Comprendió. Sí, es cierto. En un charco pequeño, junto al muro de adobe de una casa, flotaba una pluma blanca.

Se hallaba de nuevo en el árbol, pensando en lo irrecuperable. El sol se derramaba en oro líquido, colmando cualquier deseo de calor en el cuerpo de los bañistas, pocos en ese entonces, y desprendiendo oleadas de sopor del pueblo dormido. El ángel se arrullaba con la poca brisa que besaba el árbol y con los nombres huídos, cuando de pronto sintió un golpe en el costado, y luego el sonido de una piedra al estrellarse contra el suelo. Bajó la vista sorprendido y descubrió a un pequeñito que empuñaba una resortera y que le miraba con una mezcla de asombro y miedo.

-¿Por qué me tiraste?- Preguntó sin darse cuenta de la rigidez del niño. Éste no contestó.

-¿Por qué?- Exclamó más fuerte. Esto hizo reaccionar al pequeño.

-Creí que eras un zopilote- dijo con voz quebrada, como a punto de llorar.

-Los zopilotes son negros y muy feos- le contestó con voz suave- ¿parezco uno de ellos?

-No sé-. Y luego sin respirar -¿Qué eres, entonces?

-Soy un ángel- le dijo sin convicción. -¿Tu crees en los ángeles?

-Sí -aseguró con énfasis. -Sí.

Tomó altura con mucha dificultad. Las alas no respondían por hallarse despojadas de casi todas las plumas. Debía de llegar y no sabía si lo lograría. Algo le había pasado, definitivamente. No era ya lo mismo. Tenía debilidades y éstas se traducían en las mismas limitaciones de los mortales. Fatiga y cansancio. A punto de desfallecer, pensó en las caritas llenas de risas que lo vieron ascender. Desde el día de la resortera, se habían ido juntando nuevos niños a su alrededor, contándose unos a otros. Felices de tenerle como compañero de juegos, sin interferencias de los adultos. A él le habían regresado los bríos para ser un verdadero ángel guardián y los veía jugar complacido. Sin embargo, notaba los cambios progresivos que iba sufriendo. Ya todos podían verlo y por ello se ocultaba siempre en el mismo árbol, ya renacido. Sabiendo que el tiempo ahora sí apremiaba, decidió regresar. Tomó impulso con un papalote, elevado por todos los pequeños y se soltó para continuar la subida. Tenía que lograrlo y lo lograría. De pronto, se sintió desplomándose. En medio del pánico, oyó una voz. -“No subas, yo bajaré”.

Esta vez no cayó en el agua, sino que se encontró sobre una de las islas que coronan a la bahía. Las olas reventaban en el litoral con fuerza y el viento las dispersaba en minúsculas gotas de rocío. Sabía que no estaba solo. A sus pies, descubrió una concha de figura graciosa y aprisionada en su mano se encontró una perla. Era la prenda elegida. La seguridad. Agradecido, voló de regreso al puerto, luchando contra el viento que se había desatado de nuevo. El horizonte se levantaba amenazador, cubierto de nubes negras que avanzaban sobre el mar y las montañas. La tormenta venía ya, cabalgando sobre las ráfagas del huracán. El ángel se apresuró, perdiendo altura a cada momento, salpicándose con la espuma que brotaba afanosa con el frotar del agua y el viento. Desfalleciente, alcanzó apenas la orilla y levantó el puño con la perla cautiva para detener al meteoro. La gente notó el milagro y él se acogió al agua cálida y calma, sin soltar el tesoro que había quemado su mano. Conociendo lo irremediable de su suerte y sabiéndose terrenal, se tendió sobre la playa vacía en donde fue encontrado mucho tiempo después, convertido ya en piedra, ganándose un sitio en la cara de la ciudad desde donde mira y resguarda lo que ésta encierra.

El ángel continúa allí, vigilante. Y lo mejor es que los niños aún juegan a su alrededor.

Puerto Vallarta, Jalisco, México.

Mayo de 1995.


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